Ya se oyen las campanadas. Comeremos uvas y beberemos
vinos. Estaremos alegres. Y haremos bien en no preguntarnos si tenemos motivos
para ello, porque la alegría, en sí misma, es algo bueno, sin necesidad de que
nada la justifique. Disfrutemos, pues.
Eso sí, hemos de estar preparados por si,
como parece, Hokekyô Sho tenía razón. Opinaba él que «a partir de la tercera
copa, es el vino el que se bebe al hombre». Llegará un instante, por breve que
sea, en el que la melancolía querrá apoderarse de nosotros. El efecto
euforizante del alcohol se habrá desvanecido y puede que la idea de que otro
año ha pasado, de que somos un año más viejos, nos amargue un poco el momento.
También puede ocurrir que, durante la
fiesta, alguien nos diga que tenemos un aspecto muy joven. En ese caso... ¡qué
desolación!... «Cuando los amigos empiezan a hacernos cumplidos sobre lo
jóvenes que parecemos, es cuando podemos estar seguros de que estamos
envejeciendo mucho», decía con ironía Washington Irving. Quizá no le faltase
razón.
Envejecemos; así es. Pero eso no es malo.
Y si a alguien se lo parece, sólo tiene que pensar en cuál es la otra opción
posible.
Darnos cuenta de que la única alternativa
a envejecer es morir nos produce angustia. Para evitar esa congoja, hay dos
recursos muy socorridos. El primero – y también el que parece más oportuno en
estos días de vino y uvas – es pensar en otra cosa. No nos faltará buena
compañía, ni buenos manjares, ni buenos vinos. Así que riamos, comamos y
bebamos.
El segundo recurso es más propio de
momentos de sobriedad. Consiste en aceptar como ciertas las fábulas sobre vidas
futuras que nos han transmitido nuestros ancestros. Si a ustedes este
procedimiento les sirve, bienvenido sea.
En mi caso, dado que no creo ni en reencarnaciones ni
en padres celestiales, lo que sí me reconforta es acordarme del griego Epicuro.
Acordarme de lo que opinaba él sobre el envejecer y la muerte.
Al contrario que pitagóricos y platónicos,
que creían en almas, Epicuro entiende la muerte como la completa extinción de
esta amalgama temporal de moléculas que cada ser vivo somos. Aceptando esa
idea, la muerte propia deja de ser un tránsito hacia otro lugar al que los
humanos han de prepararse temblando de miedo y pasa a ser un simple episodio
físico. «Acostumbraos a pensar», nos dice, «que la muerte propia no es nada
para uno mismo, ya que lo bueno y lo malo son sensaciones que se producen en
nuestras cabezas. Y la muerte consiste, precisamente, en la pérdida de todo
tipo de sensaciones, buenas y malas». Eso que nos parece el más amedrentador de
todos los males – la muerte – en realidad no es nada. Porque, «mientras
nosotros seamos, la muerte no será, y cuando la muerte sea, nosotros ya no
seremos».
Cierto: una vez muertos ya no podremos
experimentar nada malo, porque se habrá disipado la energía de nuestro cerebro,
ese lugar donde todo lo bueno y lo malo nos sucede. Todos estamos obligados a
experimentar el proceso de envejecer y el proceso de morir, pero nadie puede
experimentar en sí la muerte propia.
Ahora bien, cada vez que la idea de la muerte acuda a nosotros, además de forzarnos a pensar en otra cosa; o de creer en dioses que nos conceden otras vidas; o de ver las cosas como Epicuro (mi técnica preferida), hay una cuarta vía: reírse de la muerte.
Ahora bien, cada vez que la idea de la muerte acuda a nosotros, además de forzarnos a pensar en otra cosa; o de creer en dioses que nos conceden otras vidas; o de ver las cosas como Epicuro (mi técnica preferida), hay una cuarta vía: reírse de la muerte.
En mi opinión, esta cuarta vía resulta un
poco excesiva, histriónica. Pero a algunos, como le ocurría al filósofo inglés
Jeremy Bentham, les funciona. Consiste en convivir diariamente con la idea de
la muerte y mofarse de ella.
Bentham era un adelantado a su tiempo, si
usamos la socorrida expresión. Defendía la libertad de expresión, la igualdad
de derechos entre hombres y mujeres, la abolición de la esclavitud y de la pena
de muerte, la despenalización de la homosexualidad, los derechos de los
animales, la separación entre la iglesia y el estado...
En 1828 creó en Londres el University
College, primera institución de enseñanza superior no controlada por la iglesia
anglicana. Pues bien, con su particular espíritu de jocosa irreligiosidad, dejó
dispuesto que su cuerpo fuera preservado y expuesto sentado en un armario
acristalado. El lo llamó el “auto-icono”. Era su póstumo sarcasmo contra los
tabúes que rodean la muerte y contra los iconos y fetiches religiosos.
Se cuenta que solía llevar en el
bolsillo, jugueteando con ellos, los ojos de cristal que iban a servir para su
cabeza disecada (a esto me refería antes con lo de que esta vía me parecía un
poco excesiva e histriónica).
Desgraciadamente, el proceso de
momificación de la cabeza no fue bien y en el cadáver tuvieron que colocar una
de cera. La cabeza original, ennegrecida, se puso en una cajita de madera a los
pies del cuerpo disecado.
En una ocasión, esta cabeza fue usada por
un grupo de estudiantes para jugar al fútbol. No he conseguido averiguar el
castigo que les fue impuesto a los originales deportistas, pero espero que no
fuera muy grave, ya que, dado el carácter festivo del filósofo inglés, estoy
convencido de que él mismo, de haber podido, se habría unido al partido. Seguramente
habría pedido que le pasaran la pelota con más vehemencia que los demás. Y
también es probable que hubiera arengado a los de su equipo diciéndoles que lo
más importante en fútbol es no perder la cabeza.
Siguiendo los deseos del propio Bentham,
el auto-icono sigue asistiendo a las reuniones del consejo de la institución y
su presencia queda registrada en las actas de la siguiente manera: «Jeremy
Bentham, presente, pero sin poder votar».
(Si sienten curiosidad por ver el aspecto del auto-icono de Bentham, sólo tienen que hacer click en el siguiente link:
(Si sienten curiosidad por ver el aspecto del auto-icono de Bentham, sólo tienen que hacer click en el siguiente link:
Todos los comentarios serán bienvenidos.
ResponderEliminar"...Y la muerte consiste, precisamente, en la pérdida de todo tipo de sensaciones, buenas y malas." ¿Y no será ésto, la pérdida del sentir, lo que en realidad nos angustia?
ResponderEliminarSí, Eva, eso es lo que nos angustia. Pero lo que Epicuro dice es que no debería, porque mientras estemos vivos, sentiremos (disfrutemos y suframos, pues). Y cuando ya estemos muertos, no nos daremos cuenta de que ya no sentimos. Así que, en realidad, la muerte propia (la de los demás ya es otra cosa)nunca la vamos a experimentar. Ese es el consuelo que él nos ofrece.
ResponderEliminarSiempre pensé que esta cabeza momificada pertenecía a B.Franklin, quizás por los rasgos de ambos, bastante parecidos, están locos estos sajones, eso sí que es tener desprecio a tu propia muerte, sigue escribiendo sobre estos temas, me gusta tu blog, amigo.
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