martes, 27 de diciembre de 2011

SOBRE VINOS Y CABEZAS RODANTES


Ya se oyen las campanadas. Comeremos uvas y beberemos vinos. Estaremos alegres. Y haremos bien en no preguntarnos si tenemos motivos para ello, porque la alegría, en sí misma, es algo bueno, sin necesidad de que nada la justifique. Disfrutemos, pues.
Eso sí, hemos de estar preparados por si, como parece, Hokekyô Sho tenía razón. Opinaba él que «a partir de la tercera copa, es el vino el que se bebe al hombre». Llegará un instante, por breve que sea, en el que la melancolía querrá apoderarse de nosotros. El efecto euforizante del alcohol se habrá desvanecido y puede que la idea de que otro año ha pasado, de que somos un año más viejos, nos amargue un poco el momento.
También puede ocurrir que, durante la fiesta, alguien nos diga que tenemos un aspecto muy joven. En ese caso... ¡qué desolación!... «Cuando los amigos empiezan a hacernos cumplidos sobre lo jóvenes que parecemos, es cuando podemos estar seguros de que estamos envejeciendo mucho», decía con ironía Washington Irving. Quizá no le faltase razón.
Envejecemos; así es. Pero eso no es malo. Y si a alguien se lo parece, sólo tiene que pensar en cuál es la otra opción posible.
Darnos cuenta de que la única alternativa a envejecer es morir nos produce angustia. Para evitar esa congoja, hay dos recursos muy socorridos. El primero – y también el que parece más oportuno en estos días de vino y uvas – es pensar en otra cosa. No nos faltará buena compañía, ni buenos manjares, ni buenos vinos. Así que riamos, comamos y bebamos.
El segundo recurso es más propio de momentos de sobriedad. Consiste en aceptar como ciertas las fábulas sobre vidas futuras que nos han transmitido nuestros ancestros. Si a ustedes este procedimiento les sirve, bienvenido sea.

En mi caso, dado que no creo ni en reencarnaciones ni en padres celestiales, lo que sí me reconforta es acordarme del griego Epicuro. Acordarme de lo que opinaba él sobre el envejecer y la muerte.
Al contrario que pitagóricos y platónicos, que creían en almas, Epicuro entiende la muerte como la completa extinción de esta amalgama temporal de moléculas que cada ser vivo somos. Aceptando esa idea, la muerte propia deja de ser un tránsito hacia otro lugar al que los humanos han de prepararse temblando de miedo y pasa a ser un simple episodio físico. «Acostumbraos a pensar», nos dice, «que la muerte propia no es nada para uno mismo, ya que lo bueno y lo malo son sensaciones que se producen en nuestras cabezas. Y la muerte consiste, precisamente, en la pérdida de todo tipo de sensaciones, buenas y malas». Eso que nos parece el más amedrentador de todos los males – la muerte – en realidad no es nada. Porque, «mientras nosotros seamos, la muerte no será, y cuando la muerte sea, nosotros ya no seremos».
Cierto: una vez muertos ya no podremos experimentar nada malo, porque se habrá disipado la energía de nuestro cerebro, ese lugar donde todo lo bueno y lo malo nos sucede. Todos estamos obligados a experimentar el proceso de envejecer y el proceso de morir, pero nadie puede experimentar en sí la muerte propia.

Ahora bien, cada vez que la idea de la muerte acuda a nosotros, además de forzarnos a pensar en otra cosa; o de creer en dioses que nos conceden otras vidas; o de ver las cosas como Epicuro (mi técnica preferida), hay una cuarta vía: reírse de la muerte.
En mi opinión, esta cuarta vía resulta un poco excesiva, histriónica. Pero a algunos, como le ocurría al filósofo inglés Jeremy Bentham, les funciona. Consiste en convivir diariamente con la idea de la muerte y mofarse de ella.
Bentham era un adelantado a su tiempo, si usamos la socorrida expresión. Defendía la libertad de expresión, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la abolición de la esclavitud y de la pena de muerte, la despenalización de la homosexualidad, los derechos de los animales, la separación entre la iglesia y el estado...
En 1828 creó en Londres el University College, primera institución de enseñanza superior no controlada por la iglesia anglicana. Pues bien, con su particular espíritu de jocosa irreligiosidad, dejó dispuesto que su cuerpo fuera preservado y expuesto sentado en un armario acristalado. El lo llamó el “auto-icono”. Era su póstumo sarcasmo contra los tabúes que rodean la muerte y contra los iconos y fetiches religiosos.
Se cuenta que solía llevar en el bolsillo, jugueteando con ellos, los ojos de cristal que iban a servir para su cabeza disecada (a esto me refería antes con lo de que esta vía me parecía un poco excesiva e histriónica).
Desgraciadamente, el proceso de momificación de la cabeza no fue bien y en el cadáver tuvieron que colocar una de cera. La cabeza original, ennegrecida, se puso en una cajita de madera a los pies del cuerpo disecado.
En una ocasión, esta cabeza fue usada por un grupo de estudiantes para jugar al fútbol. No he conseguido averiguar el castigo que les fue impuesto a los originales deportistas, pero espero que no fuera muy grave, ya que, dado el carácter festivo del filósofo inglés, estoy convencido de que él mismo, de haber podido, se habría unido al partido. Seguramente habría pedido que le pasaran la pelota con más vehemencia que los demás. Y también es probable que hubiera arengado a los de su equipo diciéndoles que lo más importante en fútbol es no perder la cabeza.
Siguiendo los deseos del propio Bentham, el auto-icono sigue asistiendo a las reuniones del consejo de la institución y su presencia queda registrada en las actas de la siguiente manera: «Jeremy Bentham, presente, pero sin poder votar».

(Si sienten curiosidad por ver el aspecto del auto-icono de Bentham, sólo tienen que hacer click en el siguiente link:

4 comentarios:

  1. "...Y la muerte consiste, precisamente, en la pérdida de todo tipo de sensaciones, buenas y malas." ¿Y no será ésto, la pérdida del sentir, lo que en realidad nos angustia?

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  2. Sí, Eva, eso es lo que nos angustia. Pero lo que Epicuro dice es que no debería, porque mientras estemos vivos, sentiremos (disfrutemos y suframos, pues). Y cuando ya estemos muertos, no nos daremos cuenta de que ya no sentimos. Así que, en realidad, la muerte propia (la de los demás ya es otra cosa)nunca la vamos a experimentar. Ese es el consuelo que él nos ofrece.

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  3. Siempre pensé que esta cabeza momificada pertenecía a B.Franklin, quizás por los rasgos de ambos, bastante parecidos, están locos estos sajones, eso sí que es tener desprecio a tu propia muerte, sigue escribiendo sobre estos temas, me gusta tu blog, amigo.

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