viernes, 30 de marzo de 2012

¿POR QUÉ UN ATEO HABLA TANTO DE DIOSES?


«Los ateos me aburren: siempre están hablando de Dios». Lo escribió Heinrich Böll en su novela Opiniones de un payaso. El protagonista es ateo y de profesión payaso: muy propio de la fina ironía del católico Böll. Nadie se libraba de la causticidad del escritor alemán.

«¿Será cierto que los ateos estamos siempre hablando de dioses?», me da por cuestionarme. «Y, si es así, ¿por qué?».
            La primera pregunta es sencilla de responder. No, no es cierto que sea siempre y –sobre todo– no es cierto que todos los ateos hablemos sobre dioses. La mayoría no lo hace: es el suyo un ateísmo silencioso.
Así que me parece justo que, tratando de responder a la segunda pregunta, hable sólo por mí, ya que, por otra parte, no soy nadie para erigirme en portavoz de otros.

¿Por qué yo hablo tanto de dioses? Alguien que lee este blog cree conocer la respuesta, ya que me dejó el siguiente comentario: «En el fondo, debes de tener una búsqueda de Dios muy profunda, si es que tanto te importa».
            No, no se trata de eso, estimado lector o lectora. Tengo clara mi no-fe, aunque dejando siempre la puerta abierta, por supuesto, a que puedo estar equivocado: en el momento en que cualquier prueba, indicio o sospecha me haga barruntar que existe en los cielos algún ente sobrenatural, reconsideraré de inmediato mi opinión. Entretanto, seguiré intentando entender por qué, si Dios me creó a su imagen y semejanza, no soy yo invisible.

Se trata de una búsqueda, eso sí es cierto. Pero una búsqueda de conocimiento. Nunca nada me ha parecido tan cautivador como tratar de comprender al ser humano. Siempre me ha apasionado cualquier cuestión relacionada con esa búsqueda de saber por qué hacemos lo que hacemos o por qué creemos lo que creemos.
            Y en esa búsqueda, en ese intento de encontrar respuestas a mis preguntas, las creencias religiosas siempre se me han presentado como un tremendo enigma. Está bien, entiendo que responden a necesidades emocionales más allá de cualquier cuestionamiento racional, y entiendo también que para muchas personas los dioses son como ideas innatas, dado lo agresivo del adoctrinamiento que sufrieron en su infancia, pero, de todas formas... ¿Cómo tanta gente –la mayoría de la población mundial, de hecho– puede seguir creyendo ciertas cosas?
            Esa misma pregunta se la hacía George Carlin, otro cáustico. Carlin viene especialmente al caso para este artículo ya que también se trata –como el protagonista de la novela de Böll– de un payaso. Es, incluso después de muerto, uno de los cómicos más conocidos de Norteamérica. Sus palabras expresan fielmente mi propia fascinación, mi asombro, mi pasmo, ante el predicamento que siguen teniendo las religiones, incluso entre personas cultas: «La religión ha convencido realmente a la gente de que, viviendo en el cielo, hay un hombre invisible que contempla todo lo que haces en cada minuto de cada día de tu vida. Y de que tiene una lista de diez cosas que no quiere que hagas. Y de que si haces cualquiera de esas cosas tiene un lugar especial lleno de fuego, humo, cenizas y tormentos al que te enviará para sufrir, arder, gritar y llorar para siempre hasta el final de los tiempos... Pero te ama».

¿Por qué hablo tanto de religiones? Pues, además de porque busco respuestas para mi asombro, también hablo de religiones sencillamente porque sus creencias infundadas nos gobiernan a todos. Legítima defensa, podríamos llamarlo. Las religiones me importan porque siguen interviniendo en muchos aspectos de la vida de cualquiera, aunque ese cualquiera no crea en ningún dios. La lista daría para cien artículos...
Para empezar, la mayor parte de las religiones, especialmente los tres grandes monoteísmos, siguen siendo la principal fuerza de oposición a que se reconozca sin tapujos la igualdad de derechos entre seres humanos, independientemente de si se es varón o hembra (el desfase entre el avance de los derechos civiles de las mujeres y cómo son tratadas por las religiones clama a todos los cielos), de la orientación sexual (repito respecto a los homosexuales lo dicho sobre las mujeres en el paréntesis anterior) y del credo de cada uno, por ejemplo. Esto último es lo más caricaturesco de todo: son las propias religiones y no el ateísmo (los ateos, por lo general, defendemos sin tibieza estados laicos garantes de la libertad de culto) las que más obstáculos ponen a la libertad para profesar otras religiones.
También nos afectan a todos las creencias religiosas porque siguen siendo una de las causas más explicativas de los conflictos vivos en el mundo.
Podemos seguir con nuestra lista hablando de su negativa frontal por defecto a cualquier cosa que huela a progreso y a avance científico. Me cuesta horrores, por ejemplo, entender esa oposición cerril a la selección genética con vistas a que un hermano por venir pueda salvar a otro ya existente y enfermo. No me cuesta ningún esfuerzo, por el contrario, ponerme en el lugar de los padres. En eso deberían quizá insistir más las religiones, en ponerse en el lugar del otro, y no en el ciego acatamiento de unos dogmas dictados por gentes que, nacidas hace miles de años, no podían encontrar para sus preguntas existenciales mejor explicación que ésta: hay en el cielo unos dioses todopoderosos que, aburridos, crearon a capricho criaturas para después poder entretenerse contemplando su sufrimiento; pero si les adoramos con sumisión y rezamos con la bastante fuerza, pueden interceder para aliviarnos ocasionalmente de esos pesares que ellos mismos crearon. Rocambolesco.
Y ¿qué tiene de malo usar un condón? ¿Pero qué tiene de moralmente malo? Necesito imperiosamente que alguien me lo explique, porque, de no ser así, un día me estallará la sesera. Pero que me lo explique con razonamientos del siglo XXI, si no es mucho pedir. Que no me diga que su dios así lo quiere.
Y, de paso, que me explique también por qué unas personas que eligieron la castidad para sus vidas se creen capacitadas para enseñar ex catedra a las más jóvenes qué prácticas sexuales son correctas y cuáles no.
          Y no me sirve que me digan que todas esas cosas se enseñan sólo a niños católicos, o sólo a niños de tal religión o de tal otra. Porque los niños deberían ser tratados como lo que son: sólo niños, no como niños cristianos, niños judíos, niños musulmanes... Precisamente, si no se les adoctrinara desde tan jóvenes a creer los sinsentidos propios de la religión de sus familias, si las religiones pudieran ser elegidas como una opción personal al llegar a la mayoría de edad, tendría yo mucho menos que decir sobre dioses y religiones.

¿Por qué algunos ateos hablamos tanto de dioses? Pues quizá porque somos los que nos tomamos esto realmente en serio.
Le cedo la palabra, para que explique lo que quiero decir, al filósofo inglés Galen Strawson: «Creer en Dios es un insulto a Dios. Porque, por un lado, creer en él supone acusarle de haber perpetrado actos de una crueldad extrema. Y porque, por otro lado, creer en él implica suponer que, perversamente, ha dotado a las criaturas humanas de un instrumento –el intelecto– que inevitablemente les lleva [...] a negar su existencia. Es tentador concluir que, si existe, será a los ateos a los que más ame [...] Porque son ellos los que más en serio se lo han tomado».
Ironías de la vida.

Les espero por aquí dentro de dos fines de semana.

viernes, 16 de marzo de 2012

LAS CERTEZAS DE LAS RELIGIONES


Asegura un lector en un comentario: «no me apura desconocer la religión musulmana o la hindú, ya que la ÚNICA religión verdadera es la católica».
            [Parece ser que en el mundo virtual escribir con mayúsculas equivale a gritar. Por eso he mantenido la palabra “única” en mayúsculas: para dejar constancia de toda la energía que el lector quiso transmitirnos con su mensaje].

Aseguran con la misma fuerza los musulmanes que no hay más dios que Alá – y que Alá es grande.
Aseguran los krisnaítas que el más digno de nuestra adoración es el dios Krisná.
Aseguran los sintoístas que se ha de reverenciar a la diosa Amaterasu.
Aseguran los shivaistas que Shivá es el dios más importante de la trinidad hindú (Shivá, Brahmá y Visnú).
Aseguran los cristianos unitarios que la razón está del lado del que niega la santísima trinidad católica.
Aseguran los luteranos que los papas católicos no son en absoluto representantes de Dios en la tierra.
Aseguran los seguidores de la religión rastafari que Haile Selassie es un enviado divino para la liberación de África.
           Aseguran los bahaístas que Bahaulá es el último de los mesías.
Aseguraban los antiguos egipcios que Osiris resucitó al tercer día después de muerto (¡por qué me sonará tanto esta historia!).
Aseguraban sin ningún asomo de duda los antiguos griegos que Afrodita era la más bella de las diosas.
            Aseguraban los celtas que Balar contaba con un ojo en la frente y otro en la parte posterior de la cabeza...

Sostenemos muchos que si cualquiera de esos dioses – o todos ellos – existieran, no haría falta siquiera pedir pruebas de su existencia.
Preguntamos unos cuantos inocentemente por qué, si realmente existen, les gusta tanto jugar al escondite.
Observamos algunos que, de los miles de dioses con los que cuenta la humanidad, el dios que nuestra familia y nuestro entorno nos enseñan como cierto cuando somos niños, es, casualmente, el único verdadero. ¡Qué maravillosa coincidencia y qué gran suerte! Siempre gusta saber que uno está en el equipo de los que mejor juegan.
Opinamos ciertos de nosotros que todos los humanos somos ateos, en mayor o menor medida. Algunos lo somos de todos los dioses, vírgenes, profetas y santos, mientras que otros lo son de todos menos de unos pocos: los que les calzaron en sus mentes siendo niños, variables según el rincón del mundo, la familia y la época en la que nacieran.

La religión de mi infancia fue el catolicismo, como supongo también fue la del lector al que aludo al inicio de este artículo. Pero, en mi caso, la facilidad con la que me daba cuenta de que los dioses de otros lugares y otras épocas eran simples mitos me hizo percatarme de que quizá también era un mito aquel dios al que querían que venerase pero que no me podían mostrar.
No tengo nada personal contra los seguidores de ninguno de los dioses en particular. De la misma manera que mantengo que no existe el dios o los dioses a los que adora una religión dada, opino que también son imaginarios los dioses a los que adoran las otras... No es personal, ya les digo. Fundamentalmente porque pienso que lo que importan son los actos, mucho más que las creencias. Como ya he hecho otras veces antes, quiero recalcar mi respeto al derecho que cada persona tiene a creer en lo que quiera y mi admiración por las buenas acciones que realicen los incondicionales de Dios, Yahvé, Alá, Ganesha, Mamacocha....

¿Por qué, entonces, esa insistencia mía en difundir la opinión de que todos los dioses son imaginarios? «Déjenos usted en paz, a cada uno con nuestras creencias», podría decirme un cristiano, un mahometano, un animista, un adorador de Baco, un seguidor de la iglesia Elvis-sigue-vivo...
¿Por qué mi insistencia, me preguntan?
En primer lugar, porque no quiero desaprovechar mi condición de favorecido por el azar. En buena parte del mundo aún hoy me matarían por escribir las cosas que escribo. Y lo mismo me habría ocurrido de haber nacido yo aquí mismo unos siglos antes. Algunas religiones – gracias a todo el terreno que no les ha quedado más remedio que ir cediendo – en este minuto de la historia de la humanidad, y en sólo algunos pequeñas zonas del planeta, se nos presentan con cara amable tolerando que los ateos hablemos. Así que hago uso de mi situación privilegiada.
En segundo lugar, creo que, en honor a las tantísimas personas que sufren hoy en el mundo la opresión de los fanatismos religiosos, los ateos que contamos con la suerte y la libertad de proclamarnos tales no tenemos derecho – no sería moral, creo yo – a mirar para otro lado. Como a Sócrates, me gusta pensar que «soy un ciudadano, no de Atenas o de Grecia, sino del mundo». No creo que sea ni bueno ni ético obviar cómo se comportan los religiosos exaltados cuando se sienten fuertes.
            En tercer lugar y sobre todo, me parece que las futuras generaciones disfrutarán de un mundo mejor si el laicismo consigue ser moneda de uso corriente en cuantos más países mejor, Ya expuse mi opinión sobre en qué consistía el laicismo en un artículo anterior (¿Qué es el laicismo?), así que no me repetiré en exceso. Simplemente déjenme insistir en mi idea de que el laicismo sirve para la convivencia pacífica de los creyentes de todas las religiones con los que no siguen ninguna y también entre sí.

Me había prometido a mí mismo que, para variar, el artículo de hoy no fuera demasiado largo. Parece que lo he conseguido.
Permítanme otra novedad: que acabe con una foto. Me gusta esta foto. Ya sé que se trata tan sólo de un niño jugando entre adultos, pero me resulta extraordinariamente simbólica.
Me pueden llamar ingenuo pero, al contemplarla, me da por pensar que si las democracias aconfesionales llegan a ser tales en cuantos más lugares mejor, ni mis hijos ni mis nietos se verán nunca obligados, si no lo desean, a plegarse ante las supersticiones impuestas por otros.


Quedamos aquí mismo dentro de dos fines de semana, si les va bien. Muchas gracias  por su fidelidad y por la gran acogida que está teniendo este blog.

viernes, 2 de marzo de 2012

¿QUÉ ES LA FE?


Semanas atrás, recibí un curioso mensaje.
Consistía en una retahíla de extractos del Antiguo Testamento. Dado que llegaron acompañados de una bandera de Israel, supuse que quien me los enviaba era de religión judía. Por lo demás, los textos bíblicos venían a pelo, desnudos, sin ninguna presentación ni explicación. Así que no tuve forma de saber si la intención de ese lector era que naciera en mí su fe o si tan sólo pretendía impartirme un curso acelerado de ética.

Desconocido remitente... Si su deseo era este último, es decir, acercarme a la moralidad de su libro sagrado, discúlpeme usted, pero seguiré sin adoptarlo como modelo.
Razones no me faltan para ello, y todavía tendría más si fuese yo mujer. Cada uno de los libros del Antiguo Testamento está plagado de versículos que – en consonancia con la época a la que pertenecen – enseñan que la esposa y las hijas son propiedad del marido. El Génesis habla de que Abraham prostituía a su mujer; el Éxodo autoriza a que las esclavas sean usadas para el placer sexual del varón; el Deuteronomio exige que la mujer violada se case con su violador, el cual deberá compensar al padre por la pérdida de su posesión...
            Tampoco creo que tomase yo como referencia su libro sagrado en caso de ser homosexual, dado que, en el Levítico, directamente se estaría disponiendo para mí la pena de muerte.
            Pero no es preciso ser ni mujer ni homosexual para rechazar como patrón ético su libro. Yo tampoco lo quiero para mí en mi condición de hombre heterosexual. Sencillamente, no deseo que las mitologías gobiernen mi vida; ni que textos arcaicos que prescriben barbaries para otros seres humanos me sirvan de guía espiritual. No me hacen falta, por otra parte. Saramago decía: «no creo en dioses, no los necesito y, además, soy buena persona».
Yo no estoy tan seguro como él de ser buena persona, pero sí creo en un principio muy básico: no querer para otros lo que no querría para mí. Y también creo en el cumplimiento de las leyes humanas, a pesar de sus imperfecciones. No me hacen falta ni intermediarios espirituales ni divinidades imaginadas para saber que no he de matar, ni violar, ni robar...

Y si su propósito no era hacer de mí una mejor persona, sino despertar en mí alguna fe religiosa, siento decepcionarle.
Porque los relatos sobre barcos-zoológicos (¡cómo lograría el bueno de Noé que entrase en su arca toda esa fauna, con el trabajo que me cuesta a mí que un único animal – mi perro – suba a un simple coche!), serpientes parlanchinas, comunicación telepática con entes dotados de superpoderes... no dejan de ser, a mi humilde modo de ver, sólo eso: relatos. Leyendas. Pero todo es opinable: aún hoy, por ejemplo, sigue habiendo estudiosos del Antiguo Testamento explorando el Monte Ararat a la búsqueda de los restos del arca. Y la mayor parte de la humanidad sigue creyendo en esa comunicación telepática de la que hablábamos.
Cosas de la fe.

Quiero hablarles también de un segundo mensaje que recibí hace unos días.
«Hace falta más fe para no creer en Dios que para creer en Él».
Así de escueto (cosas del Twitter, intuyo). No especificaba el remitente a qué dios en concreto se refería. Por las mayúsculas entendí que al judeo-cristiano. Pues bien, aunque seguramente a ese lector le parezca que nuestras respectivas visiones del mundo están en las antípodas, en realidad casi opinamos lo mismo: ambos somos ateos respecto al resto de dioses, presentes y pasados, de la humanidad. Lo cual supone muchos miles de dioses. Tan sólo un dios separa nuestras opiniones, por lo demás idénticas.

Aunque, bien pensado, otra cosa nos distancia. ¿Más fe para no creer en Dios que para creer en Él? No. En absoluto. Permítanme explicarme.
Fe es lo que se tiene en las supersticiones. La fe religiosa, por definición, siempre es ciega. La fe consiste en creer por creer. En creer por pura necesidad emocional.
Veo a mi padre apurar sus últimas idas y venidas por este mundo. Para colmo, la demencia senil me lo devora. Pues bien, fe sería creer que, cuando muera, una parte inmaterial de él va a salir volando hacia la estratosfera en compañía de querubines alados. ¿Mi fe tendría alguna base que la respaldase, más allá de mi tristeza y de mi necesidad de creer, de mi deseo de que mi padre siguiese vivo en un paraíso? [Sobre eso no me caben dudas: si las fábulas sobre viajes post-mortem fueran ciertas, cuando mi padre llegase al cruce de caminos (izquierda infierno, derecha cielo), el regulador de tráficos celestiales le indicaría el camino por el que transitan los buenos].
La respuesta es no: mi fe no tendría ningún cimiento. Respondiendo a la pregunta del título, la fe es un conjunto de creencias irracionales transmitidas, sin cuestionar, de generación en generación.

Por el contrario, para no creer en mitos no hace falta fe. Yo no afirmo que los dioses no existan. Simplemente no creo en ellos. Y para no creer en algo no se precisa fe. Tan sólo he elegido no dejarme engullir por ningún engaño. Ni siquiera por el más engullidor de todos: el autoengaño. Para no creer en dioses no hace falta fe ninguna, estimado remitente de cibernética misiva...
Por otra parte, lo que mostramos los ateos ante cosas que deseamos sean ciertas no es fe, sino confianza... Fe y confianza... Todos usamos esas dos palabras como sinónimos, coloquialmente. Pero, en realidad, sus significados se parecen muy poco. La fe religiosa implica convicción. Presupone certeza.
La confianza no. La confianza duda. Pero, a pesar de sus inseguridades, se sustenta en bases racionales. Yo, por ejemplo, deseo y tengo confianza en que el avance de la ciencia conseguirá, tarde o temprano, mitigar los efectos de la demencia senil en los cerebros de futuras generaciones.
¿Por qué esa confianza? Porque he sido testigo de cómo la curiosidad, la investigación, los conocimientos científicamente adquiridos... han servido para alargar y mejorar las vidas del resto de órganos de nuestros cuerpos.

¿Puedo estar equivocado? Sí, por supuesto... ¡Se pueden tener certezas absolutas en tan pocas cosas!
Pero, como le ocurría a la filósofa Hipatia de Alejandría, quiero «conservar celosamente mi derecho a reflexionar, porque incluso pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto». Y tener fe es haber renunciado a pensar, conformándose tan sólo con las creencias heredadas...
Mucho más cómodo, tener fe. Ahora bien, si alguien sostiene que un creador divino le regaló la inteligencia, tener fe, por cómodo que sea, parece una forma poco coherente de darle las gracias.


(Confío en que nos encontremos por aquí dentro de dos fines de semana, si les parece bien).