sábado, 18 de febrero de 2012

¿QUÉ ES EL LAICISMO?


La vida es un viaje, nos cuentan los poetas.
Todos podemos ver su destino final. Y no nos gusta. Queremos que nos cambien el billete, que el trayecto sea eterno, que no haya una última estación... Lo que sea y como sea.
Así, surgen vendedores de consuelos que, gentilmente, nos ofrecen sus servicios. Nos cuentan que son muy amigos del ferroviario en jefe. O del taquillero. Nos aseguran que comparten confidencias nocturnas con el que conduce la locomotora. Nos dicen que, si les seguimos, pueden conseguirnos un cambio de vía. Que pueden hacer que nuestra residencia final sea otro cuerpo, otro tipo de vida, un paraíso... Nos describen todo eso, incluso.
Con pelos y señales, si se lo pedimos.
Y hay personas que necesitan creerles. Es comprensible. «El miedo es el principal motivo por el que los seres humanos son tan reticentes a admitir los hechos y se muestran tan ansiosos por envolverse en esa cálida prenda que se llama mito», escribió Bertrand Russell, el genial filósofo galés.
Hay gentes – miles de millones de gentes – que están convencidas de que sus paraísos y sus dioses existen. Están convencidas... «Las convicciones son enemigas más poderosas de la verdad que las mentiras», decía Nietzsche.

No es mi intención – no lo será nunca – faltarles al respeto a las personas con creencias religiosas. Cada vez que tenga la ocasión manifestaré mi respeto hacia esas personas, si sus actos lo merecen.
Pero, a mi modo de ver, dentro del respeto obligado hacia cualquier persona, no están incluidas sus creencias. Es decir, que lo que todos hemos de respetar es el derecho de una persona a tener creencias religiosas, pero no las creencias en sí mismas, si no las compartimos.
Las creencias en almas viajeras, en iluminados con información privilegiada, en paraísos celestiales – o en paraísos subterráneos, o en paraísos submarinos, porque los hay y los ha habido de todo tipo en la historia de los credos de la humanidad – y las creencias en los patriarcas de esos otros mundos son cándidas. Ingenuamente cándidas. Y no son dignas de respeto desde el momento en que se nos quieran imponer a otros.
Porque muchos preferimos buscar por nosotros mismos verdades (otro asunto es que seamos capaces de encontrarlas) y seguir disfrutando del viaje sin que las convicciones de terceros, con sus correspondientes ritos, interpretaciones mitológicas y prohibiciones, nos marquen nuestro camino.

Por eso el laicismo es tan necesario. Porque sin laicidad es muy fácil que la religión dominante en cada lugar acabe imponiendo sus convicciones místicas a las personas que no profesamos ninguna y a las personas que querrían profesar otras. Especialmente fácil si se le permite a esa religión adoctrinar a los niños desde bien jóvenes y durante los bastantes años.
Los dogmas religiosos rara vez pueden ser superados con argumentos. Al no estar basados en la razón, sino en la fe ciega y en la necesidad que muchos tienen de creer en ellos, no pueden ser vencidos, ni por otros dogmas ni por el sentido común. Por eso creo que el laicismo es el único escudo que puede protegernos a todas las personas – religiosas de todos los credos y no religiosas – de retornos indeseados hacia situaciones del pasado, o hacia las situaciones de intolerancia e imposición que, en nuestros días, se viven en muchos países.

Laicismo no significa anticlericalismo. De ningún modo. A veces se confunden ambos términos, intencionadamente o no.
El anticlericalismo es una reacción natural – natural, pero no deseable – de defensa ante el proselitismo, tan habitual de las religiones, ante ese esfuerzo tenaz por convertir a la religión propia a cuantos más mejor. (Da la impresión de que aquél que se engaña a sí mismo, como en el fondo lo sabe, necesita verse rodeado de muchos que afirmen creer en sus mismas fábulas).
Para un anticlerical nadie tendría derecho a actuar como clérigo, es decir, a compartir sus convicciones religiosas con otros.
Ni yo ni la mayoría de los que defendemos el laicismo somos anticlericales. Las constituciones de los países civilizados protegen el derecho de las personas a expresarse sobre lo que quieran, a reunirse, a asociarse y a compartir con otros sus formas de descifrar el mundo, incluyendo las interpretaciones religiosas. Y así debe seguir siendo.

Lo que pretende el laicismo, aquello por lo que lucha, es, sencillamente, que los estados y las iglesias no se entremezclen. Que las normas, dogmas, creencias, rituales... de las religiones no sean impuestas a la sociedad civil. Que las iglesias – o una iglesia en particular – dejen de gozar de tantos privilegios: fiscales, económicos, simbólicos y, especialmente, en lo relativo a asuntos de enseñanza.
Un estado laico es aquél en el que todas las entidades jurídicas – tengan o no carácter religioso – son tratadas con igualdad de derechos y de deberes, tributarios y de cualquier tipo.
Un estado laico es aquél en el que los códigos éticos supuestamente insuflados por entes imaginarios a sus enviados especiales a nuestro planeta son aplicables sólo a los que hayan decidido seguir a tal o a cual ente, o a tal o a cual enviado especial. (Mientras no se demuestre lo contrario me reafirmo en mi opinión: entes imaginarios).

Las sociedades deberían poder dotarse de sus propios principios morales sin la intromisión privilegiada de los poseídos por fervores místicos. Pero no es así.
            Incluso en países en los que – según lo que recogen nuestras leyes – los estados, los tribunales y los gobiernos deberían ser aconfesionales, la realidad no es ésa. Vistas las prerrogativas, la capacidad de intervención y los tratos de favor con los que cuentan las iglesias, los estados laicos siguen siendo aún una quimera. Por desgracia, pensamos muchos.
Por desgracia. Porque, como decíamos antes, el laicismo, más que cualquier otra cosa, es un escudo que nos protege a todos.
A todos, creyentes en dioses incluidos.


(Si les parece bien, queridos lectores, nos encontramos aquí mismo dentro de dos fines de semana).

domingo, 5 de febrero de 2012

EL CUERDO EN EL MANICOMIO


«Dios no existe».
Lo escribió en su muro de Facebook un indonesio, hace unos días. Podría ser condenado a cinco años de cárcel por blasfemo. Alexander Aan, se llama. Edad: 31 años. Funcionario, parece ser.
«Indonesia es un país de mayoría musulmana en el que está permitido profesar seis religiones diferentes, pero el ateísmo no se contempla en los principios del Estado», concluye la noticia de agencia. En ese país el ateísmo es ilegal y, además, el delito de blasfemia está tipificado como tal.
Alexander está a la espera de veredicto. No pintan bien las cosas para él. Hace menos de un año un compatriota suyo cristiano fue condenado a la pena máxima, cinco años, por blasfemar contra el Islam.

Alexander... ¿En qué planeta vives, bendito chiflado?.... 
En los muros se reza a los dioses. Los muros son para lamentarse. A los pies de los muros se muere, los ojos vendados...
Pero en los muros no se escriben esas cosas.

Si nuestro infeliz amigo hubiese escrito «el agua de mar no es salada», nadie habría reparado en él o le habrían dado por loco, loco de atar, tan evidente es que el agua del mar sí es salada. Estaría libre – persiguiendo mariposas, soñando sueños, suyos o de otros, riendo o llorando, quién sabe. La indiferencia se habría comido sus palabras.
Pero, ¡ay!, se le ocurrió escribir algo que podría ser cierto.
Y la verdad es una aventura demasiado arriesgada. Puede que no exista ese dios con “d” mayúscula, ni ningún otro.
Callemos su opinión, entonces. ¡A la cárcel con el cuerdo!

Busco consuelo en la filosofía. Spinoza me lo ofrece, levemente: «La expresión calmada de aquello que se piensa cierto no habría de ser visto por nadie como un peligro. [...] Sin embargo, el uso de la imaginación sin que vaya acompañada del intelecto sí que es una amenaza para el gobierno justo».

Alexander tan sólo expresó algo que él cree ser cierto. Es verdad que muchos no opinan lo mismo. Es verdad que hay otros muchos que, pensando como él, no se atreven a decirlo. Incluso yo mismo, a pesar de considerarme ateo, no sería capaz de una afirmación tan tajante. Me habría extendido algo más. Habría escrito que, dado que no hay ninguna evidencia que apoye la hipótesis de que exista alguno de los miles de dioses que la humanidad ha creado, me inclino a pensar que todos son imaginarios.
Alexander fue rotundo, sí. Pero si alguien no está de acuerdo con él, lo único que tiene que hacer es exponer la hipótesis contraria.
Alexander no merece la cárcel: no es un peligro. Por el contrario, sí es peligroso (¡mucho!) lo que hace su gobierno: anteponer el derecho a ser adorado de un ente cuya existencia es dudosa (como poco) a los derechos universales de las personas (reales, existentes sin duda posible, éstas sí).

Los ateos, por el hecho de serlo, no somos un peligro. Si una persona religiosa afirma con contundencia «tal dios existe», lo más que hacemos los ateos cabales es querer conocer más detalles: «Pero, ¿es dios o diosa? ¿Y cómo estás seguro de que sólo hay uno? ¿Y qué aspecto tiene?... Ah, que es espíritu puro, dices. ¿Bueno, pero cómo lo sabes? Lo reveló un profeta, vale...»
Ahora bien, jamás se nos ocurriría pensar que esa persona devota tiene que ir a la cárcel, ni al manicomio (a pesar de que la afirmación del novelista Robert Pirsig tiene mucho sentido: «si algunos de los dogmas que nos inculcan las religiones nos los intentase hacer creer desde cero una sola persona, la llamaríamos loca»), ni a ningún otro sitio al que no quiera ir. Estaría ejerciendo su derecho a expresar una opinión.

Islam, protestantismo, catolicismo, hinduismo, budismo y confucianismo: ésas son las seis religiones legales en Indonesia.
Así que, si Alexander, en su condición de, pongamos, hinduista, hubiese afirmado estar convencido de que su alma fue antes la de un mosquito; o si, como protestante, hubiese proclamado creer sin vacilación en que su cuerpo, a pesar de haberse convertido en polvo por el paso de los milenios, volverá físicamente a la vida por la gracia de su dios; o si, por ser musulmán dispuesto a convertirse en mártir, hubiese expresado su impaciencia por encontrarse con las 72 vírgenes que le esperan en el paraíso... en todos esos casos habría estado ejerciendo el derecho a expresar dogmas propios de su religión. Y además habría sido aplaudido y reafirmado en sus creencias por millones de los suyos.
Sin embargo, a nuestro pobre amigo se le ocurre decir lo que dijo y ya ven en qué situación se encuentra.

«Bueno, y ¿a quién le importa?», puede estar pensando alguno de Uds. «Ya es mayorcito, el tal Alexander. Ya debería saber cómo se las gastan algunos. C’est bien fait pour lui, que diría un francés. Él se lo ha buscado, por loco. ¡Qué me anda usted contando de un indonesio insensato con la cantidad de gente que sufre en el mundo sin habérselo buscado, sin merecerlo!».
Pues bien, yo dejaría que fuera otro francés, precisamente, quien respondiera. Uno que se llamaba Montesquieu: «Cualquier injusticia contra una sola persona representa una amenaza hacia todas las demás».
Añadiría también, entre paréntesis, que nunca dejará de asombrarme cómo, a pesar de que el sufrimiento y las injusticias están, efectivamente, tan extendidas por el mundo, todavía hay tanta gente que sigue creyendo que ese mundo fue diseñado y es supervisado por un ser infinitamente bueno y misericordioso. Aunque quizá no habría de sorprenderme tanto: por aquí abajo es todo tan incomprensible a veces que no es de extrañar que se fantasee con jefes de cielos donde sólo los justos puedan entrar y porteros de infiernos que castiguen a los que de aquí se irán de rositas.
Pero, sobre todo, completaría mi respuesta diciendo que Alexander Aan no es un loco. ¿Temerario? ¿Valiente? No lo sé: la línea es muy fina. Seguramente sea ambas cosas.

Es fácil declararse ateo en rincones del mundo donde los credos, los cerebros y las leyes han pasado por el filtro de renacimientos, humanismos, ilustraciones, revoluciones científicas... (aunque no crean ustedes, incluso en esos lugares hay personas que al enterarse del ateísmo de uno le miran como si, por el hecho de ser ateo, padeciera algún tipo de tara moral, incluso de tara mental). Pero para llamarse a uno mismo ateo en ciertos países hace falta, sencillamente, valor.
Lo dicho: Alexander es un valiente. O un temerario, de acuerdo, se lo concedo. ¿Loco? No. Eso no. Los muros están para escribir en ellos, si se tiene el coraje suficiente. Y Alexander lo tiene.

Alexander ha utilizado sus sentidos y su intelecto, herramientas que la naturaleza le ha concedido, para sacar una conclusión y exponerla en forma de opinión. Una simple opinión, al fin y al cabo.
Pero puede que esté yo divagando en exceso. Quizá a Alexander lo único que le ocurre es que no confía en padres que no dan la cara.

Mucho ánimo, Alexander. Lo vas a necesitar. Parece que en la cárcel te harán seguir un curso de “reeducación” en la fe musulmana, así que es probable que dentro de cinco años no te reconozca ni la madre que te parió.
En cualquier caso, Alexander, ¡bien hecho!
Los muros también están para derribarlos.
O para verlos caer por su propio peso.

(Hasta dentro de dos domingos, queridos lectores)